Ricardo Silvio Caputo fue un asesino serial nacido en Mendoza argentina en 1946, quien asesino a varias mujeres en Estados Unidos y Mexico, llamado El Asesino de damas (Lady Killer) fue incluido en la lista del FBI de los mas buscados debido a que asesino a por lo menos 4 mujeres en territorio estadounidense, se mantuvo fugitivo 20 años hasta que se entrego a las autoridades norteamericanas en 1994.
Con la coartada de que padecía una personalidad múltiple que lo había llevado a reprimir sus recuerdos durante cerca de 20 años, el 9 de marzo de 1994, el argentino Ricardo Silvio Caputo entró al Departamento de Policía del Estado de Nueva York (NYPD, siglas en inglés) y admitió el crimen de tres mujeres en Yonkers (N.Y.), en Ciudad de México y en San Francisco (California), en la década del 70. El rioplatense radicado en Estados Unidos había permanecido prófugo durante dos décadas usando nombres falsos y formando, incluso, dos nuevas familias. En 1971 ya había apuñalado a una mujer en Nueva York y había sido encerrado en una clínica mental de la que escapó para seguir con su serie de femicidios.
En 1974, Ricardo Silvio Caputo, con 25 años, escapó del Centro Psiquiátrico Manhattan, un instituto estatal en Wards Island, en el que había sido internado tras ser declarado inimputable en un juicio luego de que asesinara a una mujer de Long Island, en 1971.
Ese fue su primer crimen. La víctima había sido Natalie Brown, una joven que trabajaba de cajera en un banco. Aunque planeaba casarse con ella, la asesinó a puñaladas con un cuchillo de cocina luego de una feroz pelea. Tras el crimen, llamó a la policía y simplemente dijo: "Acabo de matar a mi novia". Terminó internado. Y allí conoció a su segunda víctima: Judith Becker.
Tras escapar de la clínica mental, Caputo fue tras Becker. La mujer sabía su pasado de asesino, pero sin embargo, las redes de seducción le funcionaron con la joven e inexperta psicóloga, y se convirtieron en amantes.
El 21 de octubre de 1974, Judith Becker, de 26 años fue encontrada desnuda, brutalmente golpeada y estrangulada con una media de nailon en su cama del departamento de Yonkers en el que vivía.
Cuando salió a la luz que el brutal asesinato de Judy Becker era obra del argentino Caputo, los diarios sensacionalistas de Nueva York cargaron duro contra el gobierno por haber relajado demasiado el régimen de detención del hombre que desde entonces comenzaron a identificar como un «lady-killer» («asesino de mujeres»).
La policía se puso tras los pasos de Caputo. Pero el buscado se instaló en San Francisco: «Un sitio ideal para un prófugo: lleno de gente y sobre todo de turistas», escribió la biógrafa de Caputo, Linda Wolfe, en su libro Te amaré hasta matarte. En San Francisco, Caputo cambió radicalmente su fisonomía: se cortó el pelo, se afeitó el bigote y hasta aumentó de peso deliberadamente. En el mercado negro, se las rebuscó para conseguir papeles falsos y obtuvo la primera identificación falsa de las 17 que tendría en su vida: en 1974, Ricardo Caputo era un uruguayo llamado Ricardo Donoguier y llevaba una vida tranquila.
En San Francisco, Ricardo comenzó a trabajar como retratista de lápiz en la calle mientras vivía en un pequeño flophouse (lo que sería una pensión). Los turistas eran sus clientes pero cada tanto se las arreglaba para retratar a una mujer, no cobrarle nada y lograr que lo llevara a su casa y le pagara una comida decente.
En una de esas noches conoció a Barbara Taylor, a quien el escritor Hernán Iglesias definió como «una mujer grandota, linda, de ojos azules y pelo negro». La chica trabajaba como documentalista y después de un dibujo del mendocino comenzó una charla que derivaría en una relación sentimental.
En sus conversaciones -ya en calidad de preso- con la periodista Wolfe, el mendocino definió así su relación: «Barbara se enamoró rápidamente de mí. Me llevaba a su trabajo y a comidas con sus amigos. También me fui a vivir con ella y por las noches fumábamos marihuana».
Igualmente, las cosas no anduvieron bien y en la Navidad de 1974, Caputo se fue a vivir a Hawai con un dinero que le había dado su chica. En Honolulu consiguió trabajo de mesero mediodía. El resto de la jornada la dedicaba a seducir turistas y llevarlas hasta el departamento que alquilaba con un amigo.
En marzo de 1975 conoció a una chica viajera llamada Mary O’Neill a quien -de acuerdo con la reconstrucción criminal de la vida de Caputo- no llegó a matar de casualidad: «Cuando él (por Caputo) la estaba golpeando apareció el chico que compartía departamento y le pidió que parara. Mary agarró sus cosas y escapó corriendo. Un tiempo después se enteraría que estuvo a punto de ser asesinada por un matador serial de mujeres», escribieron en el diario Clarín en 1994.
Por esa situación, el mendocino tuvo que huir de Hawai. Tomó un avión y regresó a San Francisco. Lo primero que hizo fue llamar a Barbara desde el aeropuerto: «He vuelto, me quiero casar contigo», le dijo. La chica lo fue a buscar y lo llevó a su casa esa noche. Como ya estaba saliendo con otro hombre, la mujer le avisó a su actual pareja que no se podían ver porque había llegado uno de sus ex y se lo iba a sacar de encima.
Para la noche del Viernes Santo de 1976, Caputo ya era un novio despedido. Anduvo todo el día dando vueltas por la ciudad hasta que al atardecer volvió a la casa de Barbara: en su cabeza comenzaban a sonar las voces que pedían sangre.
Al día siguiente, la policía halló el cadáver desnudo de Bárbara en ese departamento: pocas veces habían visto algo así. De acuerdo con los forenses, Caputo terminó con su novia a golpes: «La cara de la chica estaba desfigurada; en sus muslos, brazos y manos se podían ver los hematomas hechos a partir de los golpes de una pierna que usaba las mismas botas de texanas que al sospechoso le había regalado su novia. En la nuca de la víctima los puntapiés fueron de tal magnitud que presentaba la piel abierta hasta el hueso», indicaron los detectives forenses.
Era 1975 cuando Caputo escapó a México
Allí, en 1977, volvió a matar. Su víctima fue Laura Gómez, una chica de 19 años, estudiante universitaria de familia rica y poderosa.
Días después de asesinar a la mexicana Laura Gómez, Caputo logró escapar de México y regresó a Estados Unidos. En una suerte de diario íntimo que el asesino le escribió al abogado Mario Lúquez en Mendoza cuando decidió entregarse en 1994 y que fue reproducido por el The New York Times, escribió lo siguiente: «No me acuerdo cómo crucé la frontera. Sentí que me había convertido en un fantasma».
Caputo estuvo cinco meses en Salt Lake City (capital del Estado de Utah) para después recalar en Los Ángeles donde trabajó como mesero en el restaurante Scadia. Allí conoció a Felicia Fernández, una cubana refugiada con la que se casó en 1979. En 1981 tuvo a su primer hijo y en abril de 1984, cuando su mujer tuvo a la nena, Caputo desapareció. Su mujer también: nunca más la hallaron y muchos piensan que el mendocino la mató aunque él jamás confesó ese crimen.
Ese año, Ricardo volvió a México con el nombre falso de Roberto Domínguez. Se instaló en la ciudad de Guadalajara donde consiguió un empleo como profesor de inglés. Entre sus alumnas estaba Susana Elizalde, una adolescente que acababa de ganar un concurso de belleza y uno de los premios era, justamente, el curso de inglés.
Caputo tenía entonces 36 años y Susana 17: se enamoraron y en 1984 se casaron y se mudaron a Chicago. Allí el mendocino -bajo la identidad de Francisco Porras- volvió a trabajar de mesero. Entre 1984 y 1994, Caputo tuvo cuatro hijos con Susana. Entre 1974 y 1994 jamás habló con su hermano Alberto ni con su madre.
El matrimonio con Susana fue, según las palabras del mismo Caputo, la mejor época de su vida. Los últimos años los pasaron en Guadalajara -en Chicago se había quedado sin trabajo- y su mujer -mientras duró la pareja- nunca supo que su esposo y el padre de sus cuatro hijos era en realidad un asesino serial de chicas: «La verdad es que no tengo nada malo que decir: siempre fue un excelente padre y esposo. Nunca sospeché de él», le contó a la escritora Linda Wolfe.
La mañana del 16 de enero de 1994, después de un confuso episodio (algunos historiadores y periódicos indican que a Caputo lo quisieron secuestrar en el DF y otros que escapaba de la policía mexicana), el mendocino regresó a su tierra. Se comunicó con su madre y, después de confesarle los cuatro crímenes, le pidió ayuda para entregarse.
«He vuelto a escuchar las voces que me piden que mate, mamá». Su madre lo conectó con el abogado Lúquez y con el psiquiatra Linares. Lúquez dijo al diario Los Andes que Caputo era «cultísimo, muy sereno, casi un gentleman». Al psiquiatra, el mendocino le contó que no recordaba con nitidez sus crímenes cometidos veinte años atrás pero que tenía miedo de reincidir, que por eso quería entregarse. «Prefiero tener el cuerpo encerrado y mi cabeza libre que vivir en libertad pero con mi cabeza presa», soltó.
Lúquez conectó a Caputo con un colega de Nueva York llamado Michael Kennedy (abogado de Ivana Trump y vocero de los sandinistas de Nicaragua en Estados Unidos) y acordaron que el mendocino se entregaría por su propia voluntad el miércoles 9 de marzo de 1994. Kennedy necesitaba de unos días para vender por TV la entrega de su cliente. Y eso hizo: cuando Caputo llegó a Nueva York, antes de ser apresado pasó por un estudio de TV de la cadena ABC donde un periodista habló con él en una entrevista exclusiva que se pautó en unos cien mil dólares.
En la nota de la revista Gatopardo se reprodujo la conversación para el programa de televisión Primetime Life:
– ¿Mató usted a Natalie Brown? – preguntó el periodista que se llamaba Chris Wallace.
– Sí, señor – respondió Caputo
– ¿Mató a Judith Becker?
– Sí, señor.
– ¿Mató a Bárbara Taylor?
– Sí, señor.
– ¿Mató a Laura Gómez?
– Sí, señor.
– ¿Por qué las mató?
– Creo que fue por mi niñez.
– ¿Recuerda el día que mató a Natalie Brown?
– Sí, me acuerdo que fue un sábado. Agarré un cuchillo, pero no sabía lo que iba a hacer. La oía gritar y la veía borrosamente. Veía líneas blancas, rojas y azules y muchos puntos. Había puntos por todos lados.
– ¿Era consciente de que la estaba acuchillando?
– No. Sabía que estaba haciendo algo malo, pero no sabía qué estaba haciendo.
– ¿Sabe por qué mató a Judith Becker?
– No, estaba mentalmente enfermo.
– Hay mucha gente que piensa que usted es un asesino frío.
– No, señor. ¿Por qué habría de matarlas? ¿Para qué? No tendría sentido. Sólo estando loco podría haber hecho esto.
– ¿Cuál era su nombre cuando estaba con Laura Gómez?
– Ricardo Martínez.
– ¿Sabía que ella estaba embarazada?
– No. ¿Estaba embarazada? No…
Durante días, Caputo fue el tema del momento en los medios americanos. El diario The New York Times mandó enviados especiales a Mendoza para reconstruir la vida del «Lady-killer»; o «El asesino serial más buscado de los últimos 20 años», tal como lo definían.
En el juicio oral, Caputo repitió ante los jueces lo que había dicho ante las cámaras de televisión: se hizo cargo de los crímenes de Judy Becker y Bárbara Taylor (el de Brown ya lo había confesado en 1971) ocurridos en Estados Unidos y el de Laura Gómez, ocurrido en México. Nunca se hizo cargo de las muertes de otras dos mujeres (la escritora Jackie Bernard y la mesera Devon Grenn, ocurridas en la década del 80), ni de la desaparición de su primera esposa, Felicia Fernández.
El último día del debate, después de los alegatos del abogado Kennedy, el juez dio la palabra a Caputo, quien aceptó hablar y en su perfecto inglés soltó: «Me entregué a las autoridades, su señoría, para evitar más muertes. Quiero decir a los familiares de las víctimas que estoy muy arrepentido de lo que hice. Estaba enfermo y espero que ahora, en la cárcel, pueda curarme».
La sentencia fue a 25 años de prisión y lo enviaron a la cárcel de Attica, muy cerca de la frontera con Canadá y las Cataratas del Niágara. En esa penitenciaría Caputo experimentó una leve mejoría: de a poco le sacaron las medicaciones y comenzó a integrarse con los demás presos a los que les enseñaba español; también reparaba televisores y se anotó en el campeonato de básquet para presidiarios. Su esposa Susana volvió a Guadalajara junto con sus cuatro hijos y se sabe que nunca dejó de escribirle. Su hermano Alberto lo visitaba cada vez que podía.
En octubre de 1997 murió en prisión, cuando a los 48 años sufrió un ataque cardíaco mientras jugaba al básquet en una cárcel yankee.
LATIN LOVER. En el libro "Ámame hasta la muerte. Memorias de una periodista en la caza del asesino de su amiga (Love me to death...)", la periodista neoyorquina Linda Wolfe relata la búsqueda del asesino de Jacqui Bernard, asesinada en Nueva York en el verano de 1983 (ver aparte).
En su relato, Wolfe explica que las víctimas de Caputo eran "mujeres atractivas, realizadas, inteligentes: una trabajaba en un banco, otra era psicoanalista, otra editora de cine, otra una estudiante universitaria". Las conocía en sus trabajos o en bares y las seducía con su aspecto atractivo, su sonrisa amistosa, con su talento artístico y las historias divertidas de su infancia en Argentina. Incluso lograba que las mujeres le tuvieran pena: les decía que había perdido aquella vida feliz tras verse obligado a emigrar a Estados Unidos, donde se había convertido en un "latino" más, con problemas para obtener la visa y verse obligado a vivir escondido de la policía de inmigración y a emplearse en trabajos que no tenían en cuenta sus habilidades artísticas.
Por decisión de su hermano Alberto, el cuerpo del lady-killer más famoso de la historia criminal de Estados Unidos fue cremado. Sus cenizas se dividieron en tres cofres: uno está en la casa de Alberto, en Nueva York; otro en la de su última esposa, en Guadalajara y el tercero acá en Mendoza, en la casa de la calle Jujuy, de la Cuarta Sección
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